Fuimos niños náufragos de algo. Adolescentes náufragos. Pero ahora las banderas las izamos nosotros y movemos nosotros los timones. Absurdo es dejar que el tiempo pasado nos detenga. Tenemos la vida toda abierta. Se comprende que pueda ser oscura, pero en las oficinas, los conventos las crujías; oscura en los libros o en los consejos, pero no en la calle. Porque en la calle se sufre de hambre, de frío, de policías, pero a la luz, abiertamente, mano a mano con todos. La fe llueve en la calle y anda el amor juntando muchachos y muchachas. Mueran los que no creen que la vida se construye a cada instante y es hermosa. Mueran. O sean condenados a un millón de latigazos de esperanza. Y los que en vida se casan con la muerte, y los cobardes que esperaron la nueva generación para acostarse con vírgenes, y los que escriben de cómo encontrar para el amor a la persona justa. Mueran los que esperan sentados que el tiempo lo resuelva todo. Nosotros —hablo por mí y por todos los que quieran— menores aún —comparativamente— hemos de exceder en estatura a las estatuas. Han de venir, cuando muramos, quienes crecerán lo doble de nosotros, hasta que el hombre alcance su total tamaño de hombre. Nos importa nuestra vida. Somos el poema-arma contra todos los estorbos: los abuelos, los cánones, el régimen, el way of life que nos imponen; contra el odio destilado que vuelcan en nosotros los mayores. Creemos en los hombres que se abren la camisa, sin vergüenza, para que se sepa bien con quién se trata. Somos los dueños desde la segunda mitad de este siglo hasta la muerte. Somos los inventores del amor sonoro. Los amantes del amor sonoro. Arriba, amor, irrumpe en la calle y haz lo que te toca
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