Yo tenía un hermano mayor; era siempre cinco años más amable y más sereno; quería un escritorio y un caballo y una manera nueva de contar los sueños y una mina de azúcar, de seguro. Le gustaba leer y razonaba, a veces era tierno con las cosas pero yo nunca vi que fuera un niño. Era un hermano mayor con todo su traje azul marino, con toda su camisa blanca blanca, con toda su corbata guinda oscura muy de gala. Yo tenía un hermano mayor de pie sobre la luz; me daban miedo las calles en la noche y el corredor oscuro de la casa, me daba miedo estar a solas con mi abuela, pero tenía un hermano mayor sobre la luz cantando. Mi hermano mayor también era un fantasma, una calavera dientona, una carcajada de monje a media noche. Mi hermano era un muchacho blanco y sin anginas. Por eso nunca nos comimos juntos ninguna jícama del camino ni rompimos de guasa los vidrios de las ventanas ni nada que yo recuerde hicimos juntos. Ni jugamos ni fuimos enemigos. Éramos buenos hermanos, como dicen. Se habló de inteligencias y de escobas, se discutió sobre los pantalones cortos y las hostias y el carrito con ruedas de patines; se supo y se dijo que mi modo era grosero y mi cabello oscuro. Él era siempre mejor que yo cinco años. Hace cinco años se casó mi hermano. El que se casa pobre tiene que andar cuidando su manera de contar estrellas, tiene que andar despierto y trabajando, qué remedio. Se tiene que acabar de cuajo con los sueños, dicen, porque vienen los hijos, la suegra, los cuñados, y lo dicen, aquello de los sueños, sin decoro, sin tocarse la vena, sin énfasis ni estilo, como el que dice que no sabe de dónde viene el hombre. Hace cinco años que no crece ya mi hermano. Mi hermano, mi hermanito menor, mi consentido.
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