De repente ha entrado a la casa un ruido y ha roto el minucioso y acompasado análisis del silencio que tejía el insomnio con paciencia ejemplar. Un inocente ruido. Pero uno cómo va a saber que es [inocente. Se ubica sólido en una peligrosa cercanía que separa sólo una puerta que se vuelve su cómplice y comienza a devorar el silencio hasta hacerse corpóreo. Allí está el ruido ya ingente y no sabe uno qué irá a pasar. Me levanto y me acerco a la puerta. No me atrevo a encender la luz. Contengo el aliento para que el ruido no me escuche, contengo el sudor para que no me sienta, suspendo hasta donde es posible el golpeteo interno. Los pocos ruidos lejanos nada pueden contra el ruido de marras que me aterra. Siento un escalofrío: el repentino canto del gallo en otra dimensión estalla. O sea que hay otro mundo. Tomo entonces valor, no sé de dónde, y abro la puerta. Desaparece el pobre ruido que tenía en suspenso el transcurrir oscuro de la noche. Me regreso a la cama, abrazo a mi mujer y comienzo de nuevo con mi trama.
Las olas del mar
No es el mar menor que esta ola escapada del grupo en que venía, tenía espuma, vuelo, asunto, y se detuvo en donde menos aprecio y duración tendría. ¿A mis pies una ola? ¿Qué tengo yo que mi amistad procura? Ya ni siquiera olor la identifica, ya sólo es humedad agónica en la playa que no ocupa recuerdo ni esperanza. Bajo la arena ha de volver despacio a su origen de fiestas y de peces mientras pasan las otras a burlarse tranquilas de mis ojos atónitos que no entienden al mar.
Cómo salirse de la noche
La piedad del día nos recoge al fin del tormento afilado y ronco de la noche. Hemos pasado el infierno del insomnio, el purgatorio del sudor con la cabeza sobre una almohada empapada, la creciente molestia de una muela que deviene dolor insoportable, como el que da soñar lo que el deseo rechaza. No quiero soñar lo que soñé y allí lo tengo, en el caudal de alimañas de la noche. Pero al fin canta un pájaro agorero en la fronda del pino y en un sueño sereno comienza a diluirse la interminable espera. El día, allí está el día, afuera de este féretro. Lo constatan el gallo, la motocicleta, la escoba constante que en susurros tenues arrastra la basura de los durmientes, sólo empujar tantito la tapadera rechinante de las cobijas, alzar con la mano que no quiere moverse el párpado desobediente, vamos, ánimo, incorporar la carga del cuerpo desguanzado y allí está el anhelado día luminoso, cabal, al fin, reconocido, alegre.
Vestirse
La ropa olorosa del cajón consagra la apertura del día. Los calzones de algodón, buena materia, entran al cuerpo como animal adicional y adheridos al hombre tiran con uno de la dura carreta de la patria. La camiseta, especie en extinción, impulsa la bondad, los sentimientos nobles, la acrobacia espiritual y cuando se usa de punto y blanca resguarda al corazón de amores inseguros. ¿Qué me pondré? ¿Cómo hacerme la imagen del que soy, cómo vestirme en este bosque de verdades azules, grises, negras y de blancas mentiras sintéticas y finas? ¿Me pondré estos calcetines? Difícilmente se encuentran que no sean de acrilán, sustancia turbia parecida a la tela que provoca el sudor sin acogerlo y agota la esperanza de una vida mejor. Y ya vestido apenas si hay reposo para el oculto cuerpo que bajo tanta cobertura realiza sus funciones con esmero. Qué noble la desnudez que así se ofrece y se oculta envuelta en los misterios del ingenio. Sale viva la ropa del cajón y del ropero para hacer con el hombre lo que quiere.
Vida súbita
Y de qué vivió, preguntan asombrados: vivió de vida natural, vivió de encantamiento, de un fuerte golpe, de un pulmón que le salió magnífico. Tenía horas y horas para volar, para bailar, para morirse de la risa. Daba cosa mirarlo tan contento como si no esperara nada. Tenía unos pies estupendos con los que se paseó dos o tres veces a todo lo ancho y lo largo y le sobrevino la vida de repente sin que supiéramos por qué, nada más lo vimos alegrarse y alegrarse, se infló como un globo de dicha y apareció ante nuestra vista de un modo radical, definitivo, eterno.
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