Las damas de la píldora
Somos las damas de la píldora. Lo mismo quince que trece, somos —según la temporada— siempre las diez más elegantes. Nuestros rostros que despiertan grandes celos en las granadas divulgan una coquetería de cristianas virtudes que nos hace patronas de todos los festivales, desde el de la industria de automóviles hasta el de los negritos de Biafra. En nuestros cuerpos eternos vibran nalgas de sal. Nuestros senos de basalto muestran en sus puntas rosas toda la doctrina de Malthus. Siempre cubiertas de joyas paseamos noche y día pero nuestro mejor tesoro lo guardamos en dulce joyero. En este mundo amenazado por la explosión demográfica tenemos vulvas de aluminio. Son campanas de oro y cristal nuestros clítoris melódicos que, en sus nichos de nailon, siguen la cotización del dólar cuando inmensamente bellas desfilamos en la ciudad en el Gran Premio Hípico y en las misas de la Catedral. Nuestras uñas de mármol saben domar hombres y fieras. Nada sacia nuestra gula de belleza sempiterna. Sea de frente, sea de espaldas, estamos siempre posando para los abismos boquiabiertos que devoran las quimeras pues somos como las monedas: valemos águila o sol. ¿Somos ardientes? ¿Somos frías? ¿Somos redondas? ¿Cuadradas? A los maridos y amantes sólo imponemos una regla: respetar el maquillaje. Nuestros senos divinos y los vientres indeformables de madonas de biquini exigen que evitemos amamantar a los niños.
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