Menage
Vuelvo a verla, acompañada, distinta, en el cuarto más interno de la casa, en la densa luz filtrada por las cortinas, sin color ni tiempo, con las piernas recogidas sobre el diván, acurrucada junto al tocadiscos a bajo volumen. "No en esta vida, en otra", fulgura su mirada gozosa, sin embargo más evasiva, como afrentada por la presencia del hombre que la limita y aplasta. "No en esta vida, en otra", lo leo en el fondo de sus pupilas. Mujer capaz no sólo de pensarlo, de no tener la soberbia certidumbre. Y no está la última de sus gracias en un tiempo como el nuestro, que tampoco le extraño ni adverso. "Creo que conoces a mi marido", y él despliega una sonrisa inoportuna, pronta y huidiza, como si quisiera quitársela de encima y mandarla hacia el pasado, tras una pared de niebla y años y al acercarse a mí tiene el talante de quien viene al tú por tú, entre hombres, al asunto. "¿Qué se puede obtener de los sueños?", me pregunta, clavándome sus ojos vacíos y blancos, no sé si de torturador en alguna villa triste o de gurú. "¿De qué tipo?", y la veo dedicarme una radiante ternura a través de su rubia mirada, fluida y sagaz, medio apiadándose de mí, creo, por hallarme bajo esas zarpas. "Al acoger lo divino, los sueños de un alma madura son sueños que iluminan; pero en un nivel más bajo son indignos, sólo son expresión de lo animal", agrega, fijando sus ojos impenetrables, y no sé si ven ni hacia dónde. Aún no entiendo bien si me interroga o sigue por su cuenta un discurso sin principio ni fin, tampoco si me habla con orgullo o si algo sombrío e inconsolable llora en sus adentros. "Pero para qué hablar de sueños", pienso y busco para mi mente un nido en ella, que está aquí, presente en este instante del mundo. "¿Y ella no está soñando?", prosigue, mientras sube de la calle un vidrioso griterío de niños que hiela la sangre. "Quizá la frontera entre lo real y el sueño...", murmuro y oigo la aguja de zafiro en los últimos surcos sin notas y el resorte del automático. "No en esta vida, en otra", exulta más que nunca la arrogante mirada de ella, derramando una luz insostenible y ostentando otros pensamientos, los del hombre que le da, deseándolos tal vez, las caricias y el yugo.
|