Nota introductoria
Uno de los poetas más notables de la Inglaterra del siglo XX, Philip Larkin (Yorkshire, 1922-Hull, 1985) fue hijo de una pareja aparentemente convencional, en el sentido más inglés de la palabra, pero bastante conspicua en cuanto a la mezcla de características que plasmaría en su único varón: una inteligencia poco común y un amor perpetuamente contenido. Según nos cuenta Andrew Motion en su espléndida biografía, Philip Larkin: A Writerʼs Life (Farrar, Straus, Giroux, Nueva York, 1993), Larkin sólo tuvo una hermana, diez años mayor, cuya venida al mundo, al igual que la suya propia, obedeció a una decisión paterna y a una supuestamente simple ejecución materna de aquellos “planes” más que deseos. La normalidad e incluso cierta tipicidad inglesa rigieron su infancia, de la cual brincó a Oxford, recluyéndose después en Hull, como bibliotecario supremo de la Universidad, a partir de 1955 y hasta el final de su vida. Conocido como “el ermitaño de Hull”, se dedicó siempre a la literatura. Sabía de este único compromiso existencial desde la adolescencia. Sus primeros libros, The North Ship e In the Grip of Light, se abrieron camino a la publicación sin mayor problema. Larkin, para entonces, se había convertido en un joven a todas luces burlón, irónico, que siempre optó por estas vías para proyectar su crítica inteligencia. Su ídolo, y el de la generación de los llamados “Angry Young Men” (Wain, Braine, Osborne, Sillitoe, Amis) a la que pertenecía, era D.H. Lawrence, respecto de quien Larkin sentía una peculiar identificación en cuanto a la necesidad de un cambio en la visión del mundo, en las costumbres sexuales, en la definición y distinción entre religión y religiosidad. Se sentía atraído, sobre todo, por la imagen del artista, tanto poeta como novelista, ya que él mismo deseaba dedicarse a ambos géneros, no ocultando, sin embargo, cierta predilección por la prosa (se imaginaba un novelista retirado en la Costa Azul, a la Robert Graves...). Sus dos novelas, Jill y A Girl in Winter, se publicaron más o menos rápido, el mismo año; claro está que él no opinaba lo mismo, proclamando a diestra y siniestra su necesidad de “éxito tangible”, destinado como estaba, según su criterio, a la fama inmediata. Al respecto, le escribió a Pringle, su editor en la casa Faber:
La escritura de novelas siempre ha sido mi ambición última y, si se me permite decirlo sin pomposidad, casi no hay un día en que no caiga en la cuenta de hasta qué grado es éste mi primordial placer, tarea y —casi— deuda.
Sin embargo, fue el rechazo de su siguiente poemario, The Less Deceived, lo que lo hizo instalarse, de ahí en adelante, en la poesía. ¿Acaso su orgullo lo impulsó y fue éste quien habló cuando el hombre dijo: “Yo no elegí a la poesía; ella me eligió a mí”? Da igual. Lo cierto es que tampoco abandonó la prosa del todo. Aparte de los magníficos ensayos literarios y en torno al jazz, las reseñas y el extenso diario —aún inédito—, se las ingenió para escribir “romances lésbicos” bajo el seudónimo de Brunette Coleman, ímpetu que no duró mucho pero que le ofreció una válvula perfecta para ironizar y satirizar a las mujeres. A nadie sorprende la fama de misógino irremediable de semejante solterón que, si bien tuvo sus amores, nunca se comprometió más que consigo mismo. Justamente por esto último, pienso que no era tanto un misógino como un misántropo incurable, en permanente tensión con el mundo: todo lo criticaba, pero desde su infantil tartamudez nunca superada y el tremendo aislamiento/soledad de su biblioteca; jugaba el papel de “recluso” como una cierta pose intrigante, al tiempo que profesaba al lector de esa obra solitaria una franca indiferencia; tenía una evidente relación iracunda y ambivalente con el mundo exterior; se sentía, alternadamente, un genio y un cretino. Muchos de sus críticos lo juzgan humilde y de gustos sencillos; yo creo, en cambio, que la humildad fue su secreta aspiración, si acaso (véase el poema “La podadora”); pero un orgullo y un egoísmo como los de Larkin no cultivaban precisamente estos terrenos. Era, sí, un hombre modesto, tomando en consideración su deslumbrante inteligencia y su gran cultura; un artífice formidable que, poco a poco, fue apartándose de las excelencias estilísticas, tonales y formales como valores supremos, para integrar a su poesía cambios que sólo ahora comenzamos a valorar. Conocemos la totalidad de su producción poética desde hace relativamente poco. Anthony Thwaite publicó los Collected Poems (Farrar, Straus, Giroux, Nueva York) en 1988, acompañados de un comentario crítico selectivo, barnizado de una indudable lealtad amistosa. El volumen nos presenta la obra de Larkin a partir de los comienzos de su solidez y hasta la cima; y, como por añadidura investigatriz —que no por la búsqueda misma del Reino—, nos ofrece, al mero final, los poemas jóvenes, aclarando que habría sido una “equivocación” editarlos cronológicamente. Aquí me permito discrepar. La compilación cronológica, en este caso en particular, arrojaría luz sobre la verdad de un poeta cuyo tema más difundido y por el que se le conoce mejor (la cadena fracaso-frustración-muerte) se sopesaría de otra manera cuando, gracias a una lectura de este tipo, se lograra observar que no sólo es el poeta de la mortalidad (y no de la muerte), sino el absolutamente intrigado y fascinado por el amor y la vida en pareja. Bajo este ordenamiento, además, se vuelve evidente el paso por Yeats, Hardy, Auden, etcétera, hasta llegar, al fin, a Larkin, el Larkin que, al aproximarse al fondo y al tan temido ocaso físico, deseaba que Yeats hubiera estado en lo cierto, es decir, que la unión con el Infinito fuera posible:
Más que palabras, vienen a mi mente grandes ventanales En lo alto: un cristal que abarca el sol, Y más allá, el profundísimo aire azul, que nada Muestra y no está en ninguna parte y es interminable.
Igual de inevitable resulta, de este modo, percibir el paso del ojo del poeta, siempre o tan frecuentemente tras una ventana (véanse dos de los poemas principales, “Ventanales en lo alto” y “Las bodas de mayo”), descubriendo y describiendo el mundo según su evangelio, al poeta que hace surgir, entre vulgaridades por demás mundanas, “a la flor de mil pétalos que se llama Estar aquí”, experimentando en carne propia lo que significa, incluso, quitar la vida. Al leer esta poesía en su secuencia natural, con la inexorabilidad del paso del tiempo entre sus líneas, se aprecia el cambio de un interior que expresa sentimientos intangibles allá afuera, a un exterior que manifiesta sentimientos tangibles allá adentro. ¿Habrá Larkin comprobado secretamente, al final de su vida, que aquel destino entrevisto en su juventud se estaba cumpliendo con asombrosa puntualidad? Murió a la misma edad de su padre y de lo mismo —cosa que a los quince años, macabramente había predicho—, mientras el ser poético lograba pasar de la inevitabilidad del día con día humano, al término del viaje en “Las bodas de mayo”; he aquí ese fragmento, acaso capaz de responder a la pregunta:
...y su significado se erguía Listo para que lo soltaran con toda la fuerza Que el cambio es capaz de dar. Bajamos la velocidad de nuevo, Y conforme los apretados frenos agarraban; se iba hinchando Una suerte de caída, un rocío de flechas Fuera del alcance de la vista, Que en alguna parte se haría lluvia.
Pura López Colomé
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