EL ÉXODO I EL MAL AVENTURERO Se echó a cuestas su cátedra y, así cargado, vino a decir a la turba de ilusos que era bueno el oficio execrable de vivir de lo ajeno, sin andar por los montes ni arriesgarse al camino. Y le abrieron sus brazos los ilusos. Concino hallaron el discurso que fermentó el veneno que la muerte traía. Y al abrirle su seno, se le tendió la mesa y agua se le previno. El mal aventurero llegó a los pocos días a ser como el pontífice de mi grey y el oráculo. Y pervirtió a las almas, que dizque fueron pías. Y siendo yo una rémora y una ley y un obstáculo, a escoger se me puso una de tantas vías sin coger ni mi alforja, ni mi luz, ni mi báculo. II LA GENTE BUENA Lo querían los santos. Su beatitud salvaje, hasta mi propia puerta llegaba y me imponía su arbitrario designio. Y a toda costa había que ir cerrando las puertas y emprender aquel viaje. Sin hacer cuenta alguna de mi escaso menaje separé cuanto suyo a mi guarda tenía: sus papeles, sus llaves, su vivienda sombría, sus escombros y todo. Nada suyo me traje. Y entregué una por una, cuanta cosa era ajena; y una vez que ya hube todo aquello entregado, me refugié en mi noche y abracé mi condena. ¡Si tendré o no justicia para verme tentado a dudar de los hombres!... Fue la gente más buena la que me dio la espalda… ¡La que más ha rezado! III EL BUEN DULCERO Dejó Damián su almíbar, nada más preparado, y así vino a decirme: "Señor, el odio llega, por lo visto a su colmo. ¿Sabéis quién os entrega? Atanasio, el que labra vuestro propio sembrado. Sin dilación quitemos el polvo del calzado y salgámonos presto de aquí. La turba ciega no sabrá la partida, como que Dios le niega, providente, el aviso y la luz. A mi cuidado siento que Dios os pone." Y el piadoso dulcero que su almíbar dejaba y en mi ayuda venía en la noche tremenda que en vano olvidar quiero, a lo último díjome: "Señor, esta es la vía. Andadla mientras arden las estrellas. Yo espero que os hallaréis muy lejos cuando reviente el día."
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