I (15)
Pides que me levante. No podré. Tengo las manos y los pies raídos y un féretro de pino por encierro. Lo sé, lo sé, las puertas de la casa ya no sirven, igual que las ventanas; es preciso pintar los cuatro muros, cortar la yerba que se arremolina; hace falta dinero para todo. Y sé también que mi mujer me llama cuando gimen los huérfanos o no se portan bien. Pero se me han podrido las pupilas, los dedos, vastas porciones de mi cuerpo, y pronto perderé lo demás. Mejor harías si dijeras a los parientes más cercanos que me sueñen, me traigan en su sangre y rieguen el ciprés que estás mirando, una vez por semana cuando menos. Tarde o temprano, necesariamente vendrá la primavera; querré sentirlo, cómo crece, cómo van sus raíces absorbiendo muertes para ayudarme a renacer un día entre nuevos retoños y perfumes, desnudo de mi carne y de mis huesos. II (16) Si los húmedos ojos consiguieran lavar los males que sin tregua lloran, gustoso cambiaría para curar mi pena las alhajas más ricas por galones de llanto. Pero no es verdad, buenos amigos. Así como el rocío fomenta las mazorcas del maíz incipiente, las quejas multiplican el peso de la cruz, las lágrimas provocan otras lágrimas cultivando la pena y abriendo más heridas. Sufre saña mayor de la fortuna quien después de sufrir alguna pena con lágrimas la inunda todavía; el rostro seco y mudo, por contraste a la fortuna maravilla y doma. Aleja, pues, tu llanto, plumilla plañidera, y acabe sin demora la tediosa reseña de cuanto llamas infortunio; la dureza jamás ha sucumbido delante de blanduras. Si quieres desamar a la fortuna tendrás que dar la cara, seca y muda.
|