Manía de soledad
Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana. El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo. Al salir, las calles tranquilas conducen, en pocos pasos, al campo abierto. Como y miro el cielo —quién sabe cuántas mujeres están comiendo a estas horas—; mi cuerpo está tranquilo; el trabajo y la mujer aturden mi cuerpo. Afuera, después de la cena, las estrellas vendrán a tocar la tierra en su extensa llanura. Las estrellas están vivas pero no valen lo que estas cerezas que como a solas. Miro el cielo, pero sé que entre los tejados mohosos ya brilla alguna luz y que abajo hay rumores. Un gran sorbo y mi cuerpo saborea la vida de las plantas y los ríos, sintiéndose apartado de todo. Basta un poco de silencio para que todo se detenga en su lugar real, como ahora mi cuerpo. Toda cosa se aísla frente a mis sentidos que la aceptan sin corromperse: un murmullo de silencio. Puedo saberlo todo en la oscuridad, como sé que la sangre corre por mis venas. La llanura es un gran correr de aguas entre las hierbas, una cena de todas las cosas. Todas las plantas y las piedras viven inmóviles. Oigo a mis alimentos nutrirme las venas de todas las cosas que viven sobre esta llanura. No importa la noche. El cuadrado del cielo me susurra todos los fragores y una estrella pequeña se debate en el vacío, lejana de los alimentos, de las casas, distinta. No se basta a sí misma, necesita demasiadas compañeras. Aquí, en la oscuridad, solo, mi cuerpo está tranquilo y se siente señor.
1933
|