Mujeres apasionadas
Al atardecer, las muchachas entran al agua, cuando el extenso mar se desvanece. En el bosque se sobresaltan las hojas mientras emergen cautas y se sientan en la arena de la orilla. La espuma dispone sus juegos inquietos en el agua remota. Las muchachas tienen miedo de las algas ocultas bajo las olas, que enlazan piernas y espaldas: lo del cuerpo desnudo. Remontan, ágiles, la orilla, llamándose por sus nombres, mirando a su alrededor. También las sombras en el oscuro fondo del mar son enormes y se estremecen, inciertas, como atraídas por los cuerpos que pasan. El bosque es un refugio tranquilo bajo el sol que declina, más que el arenal, pero place a las muchachas morenas sentarse a la intemperie, sobre la sábana recogida. Todas se acurrucan, cubriendo sus piernas con la sábana y contemplan el mar que se extiende como un prado en el crepúsculo. ¿Quién de ellas se animaría a tenderse ahora en un prado? Del mar saltarían las algas que enredan los pies hasta aprehender y envolver el cuerpo tembloroso. En el mar hay ojos que a veces se vislumbran. Aquella extranjera desconocida que nadaba de noche, sola y desnuda en la oscuridad, cuando cambia la luna, desapareció una noche y nunca volverá. Era alta y debía ser deslumbrantemente blanca, porque los ojos, desde el fondo del mar, llegaban hasta ella.
1935
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