Gente desarraigada
Demasiado mar. Ya hemos visto bastante mar. Al atardecer, cuando el agua se extiende, pálida y diluida en la nada, mi amigo la contempla mientras yo lo miro, ambos en silencio. Por la noche nos encerramos en el fondo de una cantina, aislados por el humo, y bebemos. Mi amigo sueña (son un poco monótonos los sueños junto al rumor del mar) donde el agua es tan sólo un espejo, entre una y otra isla, de colinas jaspeadas de flores salvajes y cascadas. Su vino es así. Se contempla en el vaso levantando verdes colinas en el llano del mar. Me gustan las colinas y lo dejo hablar del mar porque su agua es tan clara que muestra hasta las piedras. Mirando las colinas me llenan cielo y tierra con las líneas seguras de sus flancos, cercanas o distantes. Sólo las mías son abruptas, surcadas de viñas fatigadas en un suelo quemado. Mi amigo las acepta y las quiere vestir con flores y frutos salvajes para descubrir, riendo, muchachas más desnudas que los frutos. No sucede; en mis más escabrosos sueños no falta una sonrisa. Si madrugamos mañana, estaremos de camino hacia aquellas colinas; podremos encontrar en las viñas una muchacha morena, tostada por el sol, y comenzando la conversación, comerle un poco de uva.
1933
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