Las piedras Las piedras ¡ah!, las piedras tienen un secreto dolor que se muestra como en carnes vivas cuando en su egoísmo doliente y discreto parece que no hacen de la vida caso y ante el tiempo se alzan sordamente esquivas, como si quisieran impedirle el paso. Resignadamente mudas ante el viento y el agua, no incuban otro pensamiento que el de ser rebeldes a su propia suerte y sufrir altivas su destino ciego, más allá del agua, del viento y del fuego, sin ansias, sin fuerzas, sin vida, sin muerte. Es un prometeico suplicio sin nombre, más que el de ser bestia o árbol, se diría que son anteriores momentos del hombre y que sufren una vengativa norma —presas en sí mismas—, quizá porque un día robaron al caos el don de la forma. Con el vano alarde de un símbolo serio —cuando el rostro vago de la luna asoma—, se las ve indagando cosas del Misterio, y abren, ante el viento que audaz las golpea, sus desesperadas bocas sin idioma, o erigen su absurda testa sin idea. Y quizá en una forma de existencia más amplia que nuestra personalidad, la Naturaleza vive en su contienda, e ignoran a fuerza de haber recogido en sí los Anales dé la Eternidad, porque de recuerdos está hecho el olvido.
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