Harry Wilmans
Acaba de cumplir veintiún años, y Henry Phipps, el director de la escuela religiosa, leyó un discurso en el teatro. "Hay que defender el honor de la bandera", había dicho. "No importa que la ataquen salvajes tagalos o la más grande potencia de Europa." Y aplaudimos, y aplaudimos su discurso y la bandera que hacía ondear. Y fui a la guerra a pesar de mis padres, y seguí la bandera hasta verla izada junto a nuestro campamento en un arrozal no lejos de Manila. Y todos lanzamos ¡vivas! y la vitoreamos. Pero había moscas y cosas venenosas; y había esa agua que era fatal, y el calor cruel, y la comida pestilente, putrefacta; y el olor de la zanja detrás del campamento donde los soldados iban a vaciarse; y había esas putas que siempre nos seguían infestadas todas de sífilis; y los actos bestiales entre nosotros o a solas. con intimidaciones y odio, la degradación común y los días de repugnancia y las noches de miedo que llevaron a la hora de la embestida por la ciénega infernal, detrás de la bandera, hasta que caí con un grito, de entrañas vaciado a balazos. ¡Ahora, en Spoon River, me cubre una bandera! ¡Una bandera! ¡Una bandera!
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