Sobre los andes
La precariedad de la vida me ahoga y halaga. Precario es el amor, el desamor, medida de la noche y de la madrugada, sedosa trama de plena expectativa ante la aurora. Y la aurora es sólo una palabra: amatista y fría. Precaria es la muerte, sementera: la cultivo hace cuarenta años, y ella crece, sin abono ni poda. Precaria es la palabra, tangible flor intangible: en mi solapa no me explica, roja o diáfana, amuleto sortílego blasón. Nada me explica. Soy el resultado de innúmeras contradicciones: encadenado por el sol y encubierto por la sombra. La noche me sujeta y estorba como un océano para el cual no dispongo de ganzúas; el día florece rosáceo, más allá del horizonte desencarnado, desnudando las tierras sepias y estériles: busco la sustantivación, conjugaré lo insólito —mi ventana es la capital del mundo. Fluyen los ríos en declives abruptos, cabalgan hacia el mar potros indomables, y los poetas reverencian al Sol y la suerte, cómplices de las tinieblas y del azar. Oh mágicas manos —cada araña teje su tela— que situáis las coordenadas de mi camino, ¿hacia dónde voy? Quítense el sombrero poetas de mi tierra frente a la palabra opalina, asoleda, de alegre brillo: ella os viste y es vuestro pan: griten. América, agreste y calcinada, bajo mis pies se explaya sin esperanza: crece el hambre y escasea la libertad.
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