I En el confuso caserío la luna escarcha los tejados. El río echa espumas de caballo enfurecido. Se extingue una nube rojiza que es el último resplandor de la fragua. Nadie mira hacia las ventanas después que el día huye entre las humaredas de los álamos. Ha huido este día que es siempre el mismo como la historia contada por el anciano que perdió la [memoria. Termina el trabajo. Y todos: miedosos avaros que alguna vez disparan contra las sombras del patio, carpinteros ebrios, con las ropas aún llenas de virutas, ferroviarios enhollinados, pescadores furtivos, esperan en silencio la hora del sueño pronunciada por relojes invisibles. Nadie mira hacia las ventanas. Nadie abre una puerta. Los perros saludan a sus amos difuntos que entran a los salones a contemplar el retrato que un domingo se sacaron en la plaza. El pueblo duerme en la palma de la noche. El pueblo se refugia en la noche como una liebre asustada en una fosa. II Bebo un vaso de vino con los amigos de todos los días. Gruñe desganada la estufa. El dueño del Hotel cuenta las moscas. Los desteñidos calendarios dicen que no se debe hablar. "No se debe hablar", "no se debe hablar" repiten las moscas, la estufa, la mesa donde nos agrupamos como náufragos. Pero bebemos mal vino y hablamos de cosas sin asunto. III El viento silba entre los alambres del telégrafo. Malas señales: aullidos frente a una puerta que nadie abre Y tras la máscara del sueño me espera el día que ahora creo abandonar.
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