Me despido de mi mano que pudo mostrar el rayo o la quietud de las piedras bajo las nieves de antaño. Para que vuelvan a ser bosques y arenas me despido del papel blanco y de la tinta azul de donde surgían ríos perezosos, cerdos en las calles, molinos vacíos. Me despido de los amigos en quienes más he confiado: los conejos y las polillas, las nubes harapientas del verano, mi sombra que solía hablarme en voz baja.
Me despido de las virtudes y de las gracias del planeta: los fracasados, las cajas de música, los murciélagos que al atardecer se deshojan de los bosques de casas de madera.
Me despido de los amigos silenciosos a los que sólo les importa saber dónde se puede beber algo de vino y para los cuales todos los días no son sino un pretexto para entonar canciones pasadas de moda. Me despido de una muchacha que sin preguntarme si la amaba o no la amaba caminó conmigo y se acostó conmigo cualquiera tarde de ésas en que las calles se llenan de humaredas de hojas quemándose en las acequias. Me despido de la memoria y me despido de la nostalgia –la sal y el agua de mis días sin objeto– y me despido de estos poemas: palabras, palabras –un poco de aire movido por los labios– palabras para ocultar quizás lo único verdadero: que respiramos y dejamos de respirar.
|