Para hablar con los muertos hay que elegir palabras que ellos reconozcan tan fácilmente como sus manos reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad. Palabras claras y tranquilas como el agua del torrente domesticada en la copa o las sillas ordenadas por la madre después que se han ido los invitados. Palabras que la noche acoja como a los fuegos fatuos los pantanos. Para hablar con los muertos hay que saber esperar: ellos son miedosos como los primeros pasos de un niño. Pero si tenemos paciencia un día nos responderán con una hoja de álamo atrapada por un espejo roto, con una llama de súbito reanimada en la chimenea, con un regreso oscuro de pájaros frente a la mirada de una muchacha que aguarda inmóvil en el umbral.
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