El hombre de la sirena
—Tengo una sirena —dijo el profesor; o eso parecía, con los anteojos, y el bolsillo de la camisa lleno de plumas, y todos esos libros apilados en la mesa. Pero en principio nadie le hizo caso, pues cosas aún más inusuales se escuchaban en aquella cantina, abierta sobre el malecón. —Su voz es más dulce que el tumbo de las olas y su boca tiene el perfume del maíz tierno y sus ojos amielados fosforecen con el brillo del relámpago y sus cabellos... —Largos y verdes —lo interrumpió con entusiasmo, mientras se sentaba a la mesa, un marinero ilustrado— como las ondas que se adelgazan antes de reventar... —Nada de eso —protestó el profesor, a la vez que golpeaba contra la mesa la sexta botella de cerveza, con el propósito de hacer irrebatibles sus palabras—; cortos y dorados como las arenas que... o quizá cobrizos, más bien, pero en todo caso tan cortos que dejan al descubierto la hermosa columna del cuello, surcada por un tibio árbol de ramas azules, y los hombros espléndidos... —Y, de seguro —siguió el marinero, que iba entrando en confianza—, también los pechos altivos... —pero se sintió cohibido por la mirada del profesor, de manera que empinó el vaso de ron para dar un pretexto a su silencio. Por un instante los dos se miraron, entre trago y trago, sin saber cómo reanudar la conversación. Hasta que el marinero, mientras le llenaban nuevamente el vaso, decidió hacer, una vez más, gala de su erudición: —Y cantará, por cierto, su sirena. —La verdad, no lo sé. Es decir, yo nunca la he escuchado. Me parece que no. Más bien conversamos, mi sirena y yo. —Será difícil verla. —Ciertas tardes, a ciertas horas, nos encontramos en alguna playa. —Muy puntual no será. —No, no, se equivoca. A su manera, mi sirena es puntual y, por otra parte, ¿cree usted que me molesta esperarla? —Yo solamente me lo preguntaba. Pero, dígame, ¿de qué platican? ¿De qué se habla con una sirena? —Del pasado, del futuro; de su vida y de la mía... ¿Sabe? Cada vez que nos despedimos siento que no le he dicho nada de lo que quería contarle. Que a su lado la vida sería una conversación interminable. La mirada del profesor quedó suspendida sobre el mar, que en la tarde se iba poniendo violeta. —Es hermoso este mar —dijo el marinero, que lo sentía suyo, con un timbre de orgullo. —Es el mar más hermoso del mundo —asintió el profesor, sin volver la vista, con un dejo de melancolía—, porque Ella anda por ahí, en algún lugar. —Tenga cuidado —advirtió el marinero, haciendo memoria de sus lecturas. —No se preocupe. Con gusto me perdería en los brazos de mi sirena. —¿Los ha probado? —Alguna vez han sido míos. —Cuente, amigo, cuente, las caricias de su sirena... El profesor se volvió con un aire de misterio: —Nada diré de sus caricias. Nada diré, amigo, porque, las palabras... —y no contó más. Recogió morosamente los libros, los acomodó bajo el brazo, se puso de pie contra el atardecer y desapareció con paso distraído, sin pagar la cuenta.
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