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El ramo
Primero quiso comprar unas rosas, pero le pareció que estaban demasiado caras, así que compró claveles y margaritas y algo de nube. “Más flores por menos dinero —pensó—, y tienen la ventaja de que duran más.” La vendedora tomó el billete y buscó cambio en los bolsillos del delantal mientras procuraba no dejar ir a otros posibles clientes que se detenían un momento o que pasaban por la calle, distraídos o contritos.
Con el ramo entre los brazos pasó al lado del espejo de agua y comenzó a caminar a la sombra de los árboles. “Esos brazos —pensó— que extrañaban su cuerpo.” Y sintió cómo el corazón se apresuraba y le crecía hasta llenarle el pecho. Porque siempre, cuando iban a verse, había sido así. Había poca gente a esa hora y un sol que no calentaba; los árboles oscuros estaban aún llenos de aves. Avanzó algo más por la avenida, preguntándose si era ya tiempo de torcer a la derecha. El ruido de sus pasos lo hacía evocar ese eco que ahora faltaba. Al llegar a la esquina comprendió que había caminado de más y recordó los cariñosos reproches de siempre, pero no había manera de evitarlo: le ocurría todos los días, en cualquier parte; con mayor razón en esas callejuelas, tan semejantes entre sí. Regresó por el mismo camino, aunque cambió de lado, para evitar que el sol le pegara de frente. Recordó sus dientes. “¿Por qué no su voz?” Pero la imagen de la voz era más huidiza. Finalmente encontró el callejón y torció hacia la izquierda, como sabía que debía hacerlo, y se alegró de haber llegado, pues las flores comenzaban a pesarle. Pero una congoja como lejana y deslavada le fue llenando los ojos. Alguien había estado allí. Alguien había dejado en la tumba un ramo de rosas. |