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Marina
Marina me mira con una mirada azul y sonríe. Le veo los labios y sé que acaba de pintárselos. Viene por la playa con las narices fruncidas porque el sol está alto; con el bikini floreado —naranja y amarillo— que el resplandor de la arena le borra. Se detiene a unos pasos. Se vuelve hacia el mar con las manos sobre las cejas, como si fueran viseras.
Intento saludarla sin salir de la palapa, sin levantarme de la silla, sin apartar la mirada de los vellos que le asoman junto a las flores. Marina no me responde. Da unos pasos como si se marchara y regresa en seguida, de nuevo sonriente, sin decir palabra. Alza los brazos y los cruza por detrás de la nuca como si en ese momento quisiera, más que ninguna otra cosa en la vida, mostrarme el ombligo, entregar las axilas al viento. El ombligo de Marina parece el ojo de una cerradura, así que me pongo de pie y salgo de la sombra para buscarla. Siento la arena caliente, aspiro el sudor del día, oigo los tumbos, veo a Marina con la mirada azul. —Ten cuidado —dice y sonríe, frunce la nariz y los labios recién pintados—; soy algo menos que espuma —y se vuelve de plata mientras regresa al mar. |