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Lecturas
Cada verano mi madre nos leía los mismos cuentos. Al caer la noche nos sentábamos en la escalera de la entrada, todos los de la cuadra, en un orden inalterable de edades y estaturas. Entonces mamá salía de la casa con el libro de siempre y nos leía una vez más los mismos cuentos, en el mismo orden de todos los años, con la misma voz, las mismas pausas, las mismas exclamaciones, las mismas risas, los mismos sustos, las mismas sorpresas, la misma pasión. Cada tarde, durante las vacaciones de verano, mientras el sol se apagaba y las estrellas iban siendo cada vez más brillantes, mamá leía en la oscuridad casi absoluta de la calle sin faroles y sin automóviles. Sólo su voz se escuchaba. Su voz y los grillos y a veces las risas de nosotros, alguna exclamación de horror. Si alguien llegaba a destiempo, Marta encendía un cerillo para ver quién era.
Recuerdo la noche aquélla en que brillaba una rajita de luna y Marta se volvió a sus espaldas para encender otro cerillo y lo soltó gritando y todos creímos que se había quemado y ella seguía aullando como si la hubiera picado un alacrán y mamá tuvo que dejar de leer porque Marta se tapaba la cara llorando y nadie, nadie, nadie le creyó nunca lo que dijo porque todos sabíamos que la abuela acababa de morir. |