Sin ruido
—Sean buenos —dice mamá con su voz de ángel y nos tapa hasta las narices, nos revuelve el cabello, nos cubre de besos, nos hace cosquillas en la panza, nos cierra la boca con sus dedos fríos. —No hagan ruido —dice—, no se levanten, no vayan a pelear —y vuelve a apretarnos las sábanas justito alrededor del cuerpo, vuelve a besarnos, a sacudirnos la cabeza, vuelve a suspirar. Huele a perfume, mamá. Tiene los párpados brillantes, una blusa de encaje, una falda negra y larga que se le aprieta en las caderas. La miro cuando se aparta de mí. Oigo cómo clava los tacones en el piso. La miro cuando se vuelve en la puerta y con un gesto nos pone quietos. Veo cómo uno de sus dedos largos, con la uña de caramelo, se arrastra por la pared hasta encontrar el apagador. La luz que guardan mis ojos me deja ciego. Luego veo la ventana, con las cortinas de selva; veo el bulto de mi hermano en la otra cama; veo la lámpara; oigo la llave que nos echa mamá. La oigo a ella moverse fuera, cambiar de lugar alguna silla, poner un disco, sacar vasos o platos o ceniceros. Oigo en la calle un camión que pasa. Luego siento cómo llega el elevador y una voz que no conozco y la risa de mamá.
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