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Pero también de tierra
—Lo malo, con las ilusiones... —dijo, de bruces en la mesa, porque ya era muy tarde y ese día habían comenzado a beber muy temprano, el marinero ilustrado. Pero no terminó, pues se dio cuenta de que su compañero de mesa no le hacía ningún caso. El hombre de los anteojos y de las barbas —el profesor, según le decían todos en la isla— tenía enfrente una hoja de cuaderno y estaba tratando de escribir.
La cantina estaba vacía. Detrás de la barra el mesero y el cantinero jugaban ajedrez. El malecón, bajo una lluvia fina, se veía desierto. En balde el semáforo cambiaba de color. —¿Otro mensaje para su sirena? —preguntó el marinero, que era curioso, pero el hombre de los libros y de los lapiceros no respondió. Tomó la botella de cerveza y apuró el último trago. —¿Se siente solo otra vez? ¿Hace mucho tiempo que no la ve? ¿Extraña su voz? ¿Sus ojos? —insistió el marinero mientras trataba de ponerse de pie. —Algo decía usted de las ilusiones —dijo el profesor—. ¿Ya encontró la suya? ¿No la había perdido? —Es un mensaje extraño —murmuró el marinero—. No veo que diga nada. —No es ningún mensaje, es un poema —exclamó, con fastidio, el profesor. —¿En blanco? —No por mi gusto. Es que, las palabras... —pero el hombre de los anteojos no continuó: alzó la botella por encima de la cabeza y comenzó a emitir señales de auxilio con la esperanza de que lo viera el mesero, que acababa de comerse un alfil. —¿Puedo saber —preguntó el marinero mientras se frotaba los brazos porque hacía frío— para qué... para quién...? —Me gustaría... decir, explicar... porque los ojos... los ojos de mi sirena... —susurró el profesor; pero tal vez había bebido más de lo que debía para escribir un poema, así que se apresuró a cambiar la conversación—. Pero las ilusiones, ¿no decía usted...? —No se atormente —le aconsejó el marinero, que sacudió la cabeza para avivar la memoria—; mejor busque usted, camarada, si algún poeta, un día... —¡Carajo! —gritó el hombre de las barbas, que era más colérico de lo que parecía— No me cambie de tema. Las ilusiones, ¿qué pasa con las ilusiones? —pero el marinero no pudo contestar porque el mesero llegó con dos botellas más y fue necesario remover todo lo que había en la mesa para acomodarlas. Silbaba el viento entre las palmas y a veces metía agua en la cantina. —Porque tus ojos eran mi agua, mi fuego y mi aire —recitó el marinero con los párpados cerrados—, tengo transida de rumor el alma como el árbol de pino la madera, y tengo... El hombre de las libretas dio un manotazo en la mesa y abrió la boca, pero no se atrevió a decir nada y comenzó a escribir. —...como el árbol de pino la madera —continuó el marinero, que había atrapado el hilo del recuerdo—, y tengo más: las raíces anudadas a ti, porque... —Espérese, compañero, más despacio. Déjeme anotarlo —suplicó el profesor, que no encontraba entre todas sus plumas una que de verdad sirviera. —...como el árbol de pino de madera —repitió el marinero, que tenía la debilidad de hacerse admirar la erudición—, y tengo más: las raíces anudadas a ti, porque tus ojos eran mi aire, mi fuego y mi agua... —Y mi agua... —murmuró su compañero de mesa, al tiempo que escribía. —...pero también mi tierra —terminó el marinero y suspiró profundamente, mientras dejaba que el viento le empapara el rostro—. Como le decía —añadió un instante después, sacudiendo el cuerpo—, lo malo con las ilusiones es que... —pero no terminó, porque no tenía caso: el profesor se había puesto de pie, había tomado sus cosas, caminaba ya malecón abajo, pensando en su sirena. En los ojos de aire, de fuego, de agua, pero también de tierra. |