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Un dragón
Cierro los ojos para dormir, acostado bocarriba, y entonces lo siento. Abro los ojos. Lo veo. Sentado en mi pecho hay un pequeño dragón. Tiene la mirada tierna y lujuriosa. Su piel es suave como la de una serpiente. Al suspirar, y lo hace con frecuencia, dos llamitas le asoman por las narices. Ronronea y saca las garras como si fuera un gato. Si me muevo agita las alas para no perder el equilibrio. Decido quitármelo de encima pero se defiende con denuedo. Abre el hocico y me muestra los colmillos. Me clava las garras. Resopla entre fumarolas.
Cuando se descuida, con un esfuerzo ímprobo logro encerrarlo en un cofrecito de hojalata. Rápidamente coloco encima una rosa azul que debería, como es evidente, calmarlo de inmediato. Pues me parece que el efecto tarda, me apresuro a encerrar esa primera caja en una segunda, igualmente de hojalata, que también protejo con una rosa azul, y un momento después los dos cofres van a parar a un tercero en cuya tapa coloco con preocupación pareja una tercera flor. Vuelvo a la cama. Cierro los ojos, bocarriba, pero no puedo dormir. Abro los ojos. Veo en un rincón el tercer cofre de hojalata, protegido por su rosa azul, donde sé que está guardado el segundo, que encierra al primero, cada uno de ellos con sus respectivas flores, que guarda el dragón. Extraño el peso de la fiera, su mirada dulce y lúbrica, sus garras, sus suspiros. Me pongo de pie. Me parece que voy a dejarlo salir. |