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El lago
—¿Qué pasa contigo? —pregunta mamá y alza las cejas porque de nuevo traigo mojados los zapatos.
“Estuve jugando en la orilla del lago”, pienso qué voy a decir pero mejor me quedo callado porque ella nunca lo ha visto y siempre que le digo eso se enfurece o se pone triste o me mira como uno ve cuando ya no tiene palabras para decir lo que quiere, y entonces ella alza los brazos y los detiene un momento junto a la cabeza y después los deja caer a los lados en un solo movimiento y me grita o me da un empellón. —No me di cuenta —digo, pues, aunque sé que es mentira y que eso no explica nada. Mamá me mira con los brazos cruzados, con los dientes apretados porque está mordiendo palabras que no quiere soltar. —Ayer fue lo mismo. ¡Todos los días —dice finalmente, como si eso fuera un argumento para algo y pasa frente a mí y se sienta a la mesa y comienza a revisar los papeles que trajo de su changarro, como ella dice cuando se ríe. Me gusta la risa de mamá. “Ven a ver el lago —quiero decirle—. Hay pinos y sauces y palmeras. Hay búhos y tucanes y gaviotas. Hay tapires y patos y cocodrilos. El agua es tibia, espesa, perfumada.” Pero no me atrevo. Me quedo de pie, viendo cómo revisa los papeles, cómo lleva cuentas en su libreta, cómo se quita los zapatos con los pies, sin suspender lo que hace. —¿Qué esperas? —me pregunta sin alzar la vista— ¿No vas a cambiarte? “Ven conmigo —quiero decirle—. El lago es bellísimo y peligroso. No me dejes ir solo.” Pero las palabras se me quedan en la cabeza; ni siquiera me bajan a la boca. Se me quedan como meros pensamientos, sin sonido, sin peso, mientras la veo fumar. —Vas a resfriarte —me dice subiendo un poco el tono de voz—. ¡A quién se le ocurre! —me reclama— ¿Qué esperas? Sube corriendo a cambiarte —me ordena y entonces sí levanta la cabeza y me mira. Yo clavo en los suyos mis ojos, para que comprenda todo eso que me gustaría decirle. Pero ella vuelve a sus papeles. Doy media vuelta. Subo por la escalera de ladrillo y duelas. Recorro el pasillo. Llego a mi cuarto. Oigo el radio, abajo, porque mamá acaba de encenderlo. Me pongo de puntas y abro la puerta. Entonces lo veo, enorme y verde, con altas nubes blancas por encima. Con yucas y jacarandas y eucaliptos; con serpientes, monos y garzas. Me lleno las narices con el aroma de las flores que crecen en el agua; me lleno los oídos con los gritos de animales que no alcanzo a ver. Me quito los zapatos. Me desnudo. Siento en los pies el agua tibia y espesa. Avanzo sin volver la vista. Cuando pierdo fondo comienzo a nadar, hacia el frente, con todas mis fuerzas, porque no quiero nunca, nunca, nunca regresar. |