Material de Lectura

Oro

 

Toña abrió la puerta de la cocina y entraron a un tiempo la tarde dorada, la lluvia en sordina y el aroma del pato en salsa de mango y tejocote. Las primas memoriosas se quedaron con la boca abierta y los brazos en alto. Martín echó hacia atrás el copete rubio y se volvió a vernos, divertido con el asombro que cada quien iba poniendo.

—Parece de oro —exclamó Fermín, arrodillado en la silla para vigilar cómo la tía Celia cubría el muslo en turno con la bendición de la salsa.

—Hoy todo es de oro —dijo la Beba mientras se servía tepache, desde muy alto para que espumara.

—Házmela buena —gruñó el Nene, que andaba urgido de fondos.

Toña apareció de nuevo, con la ensalada de yemas. La tía Martucha le abrió espacio en la mesa y la aderezó con aceite y azafrán. Antes de servirle a Fermín, rebañó la vertedera con un pedacito de pan.

—Volvió a subir... el oro —informó Celia, que es contadora, con un trocito de tejocote ensartado en el tenedor.

—¡Quién tuviera unos patines de oro! —dijo Fermín, que tomaba las yemas con la mano y se limpiaba los dedos en las piernas.

—A veces —dijo Martucha, mordiendo un hueso— el oro es peligroso —y el Nene la miró escéptico, pero no abrió la boca.

—Pero los Reyes —protestó Fermín—, los Reyes Magos le llevaron oro al Niño.

—No todos —dijo Martucha con acento de misterio, mientras nos veía con los ojos transparentes porque el sol le daba en la cara—; algunos iban más bien buscándolo.

—Los Evangelios... —comenzó a decir la Beba, con aire canónico, pero la tía no permitió que la interrumpiera. Tomó un cigarro entre los dientes y le prendió en la punta una llamita dorada con su encendedor de oro. A las primeras palabras dejó escapar una larga bocanada de humo que subió entre los prismas de la lámpara.

—Hubo además —siguió Martucha—, pues los Evangelios no lo cuentan todo, otros tres reyes que también vieron la estrella. Pero eran tres reyes ambiciosos; creían que los regalos que le llevaran al Niño les serían devueltos con creces y enseguida. Por eso querían verlo. Organizaron largas caravanas de camellos, caballos y elefantes. Dormían durante el día y por la noche avanzaban, con la mirada fija en la estrella y los pensamientos perdidos en todo aquello que, según creían, el Niño les daría a cambio de sus regalos.

Fermín hundió el índice en la salsa del pato; el Nene volvió a servirse ensalada; Toña entreabrió la puerta de la cocina para escuchar.

—Una noche, con las ansias por llegar, no acamparon a tiempo y el sol los sorprendió antes de que se hubieran dormido. Vieron, a mitad del desierto, despuntar la aurora sobre las dunas. Enloquecieron con el resplandor de la arena. La creyeron de oro. No escucharon las voces de sus acompañantes. Aguijonearon las monturas. Siguieron de frente. Perdieron la estrella. Nadie los volvió a ver.

Un gran silencio, macizo como el oro, nos dejó escuchar a los gorriones. Toña sacudió las áureas arracadas. Las primas suspiraron. El Nene tomó un bolillo y lo partió en dos. La tía Celia se llevó a la boca un pedazo de pato y puso los ojos en blanco.