Ferroviaria
Pero a nadie admirábamos tanto como a Andrés, que saltaba siempre el último. —¡Joto el que brinque primero! —gritaba Esteban cuando el tren daba los primeros tirones y volvía a detenerse y la máquina pitaba y sacaba humo y volvía a arrancar, a tropezones, como si no fuera a agarrar fuerza nunca. Y los demás repetíamos el grito desde las puertas de los vagones de carga donde nos escondíamos. Adela se tiraba siempre primero, porque decía que al fin y al cabo nosotras éramos mujeres. Brincábamos a veces todavía en la estación, antes de que los pinos comenzaran a pasar cada vez más aprisa. Luego iban saltando ellos. Rodaban por el talud cubierto de agujas de abeto y se alzaban sacudiéndose, con la mirada fija en el vagón donde Andrés se asomaba esperando que todos se hubiesen tirado para ser siempre el último. Todos volvíamos corriendo; Andrés regresaba caminando por la vía. Todos nos admirábamos de lo recio que iba el tren; todos perdíamos el aliento. Andrés nos contaba de las chamacas que había besado, silbaba un corrido, decía que un día iba a esperarse hasta que el tren fuera en el puente para saltar. Una tarde Andrés llegó a la estación con maleta y corbata de moño. Su madre le puso en las manos una bolsa con comida. Su padre le dio unos billetes y un reloj. Andrés se despidió por la ventana, con medio cuerpo de fuera. Iba pálido y se había olvidado de silbar. Nos quedamos viendo cómo el tren se iba perdiendo entre los pinos. Había llovido y los durmientes apilados a los lados de la vía olían a bosque. El tren subió la cuesta y cruzó el puente, pero Andrés no saltó. Yo tenía la ilusión de que lo hiciera. Si lo hubiera visto regresar caminando, silbando con las manos en los bolsillos, le habría dicho que estaba bien, que me enseñara a besar.
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