Tiempo de calor
—¿Otra vez? —preguntó Cristina, entre sueños. —Son los de arriba —le dije a media voz, atormentado por el calor, con ganas de volver a dormir. —No, Chato, es aquí, en el baño del pasillo. —¿Dejaste abiertas las llaves? —¿Cómo crees? Es la regadera. Clarito se oye cómo está corriendo el agua. El despertador marcaba las 3:24. La calle estaba desierta. El cielo se veía despejado, con estrellas. Nada sino el agua se oía en el departamento. —Será otra cosa —dije ya puesto de pie, mientras tardaba más de lo que hacía falta poniéndome las zapatillas—. Todavía no conocemos bien los ruidos de la casa. —¿Quieres que te acompañe? Salí sin decir ya nada. Hacía tanto calor que no me puse el saco del piyama. La duela del corredor crujía a mi paso. Con la palma extendida me sequé el sudor de la frente y el cuello. Las plantas erizadas ante la ventana de la terraza daban a la casa una silueta selvática que acentuaba el bochorno de la madrugada. Un instante antes de que llegara a la puerta del baño cesó el ruido del agua; estuve a punto de regresar, pero ya había visto un filo de luz al pie de la gran hoja de madera y decidí entrar. Una mujer esbelta y desnuda se contemplaba en el espejo. Se volvió hacia mí sobresaltada, cubriéndose con la toalla de las palmas. Cruzamos las miradas con intensidad. El cabello mojado le caía a los lados del rostro pálido y afilado. Cuando se dio cuenta de que yo podía ver en el espejo toda su espalda, de la nuca a los talones, sonrió con picardía. Cerré la puerta y quise abrazarla, pero ella me esquivó. —Hace tanto calor... —me explicó, y corrió hacia el muro de azulejos. Se desvaneció en un resplandor. Recogí la toalla, la puse en su lugar, apagué la luz, regresé pensando qué le diría a Cristina.
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