Compañía
—Dámelo —pidió la más vieja de las dos mujeres, la que estaba en la cama. —No sé dónde lo tienes; nunca lo he visto —dijo la otra. —Búscalo allí, en el cajón —ordenó la que estaba acostada, bocarriba. Habló desde la posición en que se encontraba, sin volver el rostro, sin incorporarse, con la mirada fija, como si estuviera viendo las manchas que la humedad había ido dejando en el cielo raso. La más joven de las dos mujeres, la que caminaba de un lado a otro del cuarto, se acercó al cajón y lo abrió. Removió las peinetas de carey, los broches de granates y perlas, los camafeos, los medallones de esmalte. Alzó los ojos y miró a la otra mujer, en el espejo, entre almohadas, guardando silencios llenos del trabajo que le costaba respirar. —No lo veo —dijo—; a lo mejor lo perdiste. —En el fondo —insistió la más vieja, tosiendo—; busca atrás, debajo del papel. Había demasiadas cosas en el cajón. La mujer que estaba de pie comenzó a sacarlas y las fue dejando encima, entre los frascos de crema y de loción. —Quiero que me acompañe —explicó en voz baja la mujer que estaba acostada—. Lo quiero aquí, en mi pecho. —¿No te da vergüenza? —preguntó la otra, mientras desprendía el papel guinda con que estaba forrado el cajón. —Será mi compañía; mi única, mi sola compañía. —¡Qué dirían! ¡Si lo supieran! —Cuéntaselo. Diles lo que quieras. Pero dámelo. En el fondo del cajón, envuelto en un pañuelo, estaba el pedacito de papel, opacado por los años. La mujer dio media vuelta y abrió los brazos. Mostró las manos vacías. —Te lo dije —murmuró con voz dulce—. Quién sabe dónde lo dejaste.
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