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Resfrío |
Ruido fresco de rueda en la calle llovida,
tras esa geografía de alientos o la ventana, y —de plano— todo es aburrido; pero de cuando en cuando desaparece algún navío inglés sin motivo razonable. Tal vez el Capitán vela, cruzado de brazos en el camarote ascético, ante relojes de veinticuatro horas. Daría toda su madreperla, acaso hasta los álbumes de Rossini (transcripciones para muérgano), por una taza de café y una buena puta. (Tales son las reflexiones de la tos y el cristal mojado.) Luego de tolerar faltas de sintaxis en la tripulación, prefieres muchas veces —y a quién confesarlo— esquivar al francés tupido aún de ajos y trufas del Périgord: nadie sabrá de tus carreras de puntillas al oírlo acercarse, atildado y —por qué no aceptarlo— hasta demasiado oceanográfico, a clavar malditos alfileres en tus cartas de marear. No puedes, así fuera convaleciendo de un tiro en el pie, ver días como éste desde cualquier torre, por ejemplo en Amiens, cuando encienden temprano los talleres de encuadernación. Cómo fusilaban a sus oficiales los cipayos. |