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Meditar |
A nadie debe alarmar que el horizonte acumule detrás de
los follajes volutas y nubes como del Greco: una tarde tan barroca no pasa del ensayo general. (En cualquier caso, si estuviéramos en el puerto, al atento a cosas náuticas le bastaría recorrer de un vistazo la vasta extensión de las aguas para asegurar con suficiencia: —No está el tiempo para baticulos.) Esta tarde discutible, colgada de los pulgares entre el polvo y la lluvia sobre el dorado ostracismo del parque inmenso, a la orilla de lagunas podridas cubiertas de lentejuelas (Lemna minor), mejor será que la soledad escuche el organillo henchido de chiflos y refollamientos: si entrase Descartes en un café no se haría un silencio más
propicio. Cante el barrio cuadrilongo, con caras de planchadoras y anormales en las ventanas; cante las bibliotecas donde el Nigromante hubiera podido apurar las tardes oyendo zumbar moscas o, alzando al techo la mirada aguda, abismarse en el Rorschach eficaz de las goteras, mientras lejos los tranvías arrastraban sus cadenas; cante el herraje supremo del museo —la solitaria, el hipogloso—, y en la caligrafía parda de las etiquetas tantos pecados contra el Espíritu Santo. Cante los textos al cesto, duelos y quebrantos, tácticas galantes que violan convenios de Ginebra. Y para mañana o pasado cante sobre todo la mierda, que es cosa nitrogenada y arrojadiza. |