O salir sin hacer ruido al golpe del día, a palpar la humedad que vive en los muros, detrás de trepadoras y tallos volubles, quemarse pies y manos con barandales blancos y baldosas muy secas, mirar desde abajo una ventana de hotel igual a tantas mientras en este minuto dejado solo la brisa reacia sigue vuelta hacia el mar —y por este mar se va hasta Borneo—, ni las velas respiran y llegan despacio al puerto las supersticiones de la tarde. Dejar aquí en trance vegetal el cargamento de géneros y frutos empedernidos, sargazo de sal y penumbra, los talones fríos, entre ese olor a pintura nueva en los rincones y a cedro inmortal en el armario —prosodia que el sol desconoce. Y ahora apartar despacio de la piel el oído con un sonar de espuma en la ribera. Por las terrazas desiertas, infinitivos clavados como insectos pacíficos.
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