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Confesiones |
Je forme une entreprise qui n'eut jamáis d'exemple. De Ginebra, mi pueblo calvinista, donde todo era nítido como la sombra de una camisa de fuerza, resbalé a Lyon, adonde Jouvet con un florete de platino me calcinó el punto cerúleo. Touché. Merci. Desde entonces, diremos que sin saberlo, en cualquier teatro vacío, estreno siempre sueños, aunque no se entiendan todos o mi valioso trabajo cotidiano salga perdiendo. Mientras, el vecino de cada noche tose, tose, y no muere. Primero recorríamos las cordilleras divulgando tonadas accesibles, un trozo del Lago de los cisnes y cosas así. Vimos mapaches, hablamos con Sísifo (—No, moharrachos, eso del horror de volver a empezar son necedades; no, lo malo es que cuanta vez rueda la peña me pasa por encima, mata una oveja en el valle y tengo que pagarla), inaugurábamos altorrelieves de parejas, Abelardo y Eloísa, Aquiles y la Tortuga. —Mastica mármol parió, muchacho, mastícalo; así te resultará más llevadero el camino. El paisaje se aplana desde hace años— ¿quién nos hará la autopsia?— pero qué importa seguimos cargando la marimba por el desierto de caspa leyendo cada vez menos grafitos en el oleoducto tan útil y un poco más allá donde un rodillo tricolor y vertical de peluquería girando suspendido en el aire gris marca el fin de los tiempos. |
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