Existen palabras que uno no puede traducir
literalmente y hay que cambiarlas.
Marguerite Yourcenar
Si, como sabemos, sólo una parte del sentido
puede ser vertida en paráfrasis, ello se debe
a que el poeta queda confinado dentro de las
fronteras de la conciencia, más allá de las cuales
las palabras fallan, aunque el sentido permanezca.
T.S. Eliot
Marguerite Crayencour nació en Bruselas el 8 de junio de 1903. Su madre falleció poco después de dar a luz; su padre, un noble francés, la inició en las letras clásicas y estimuló su vocación literaria, incitándola a publicar su primer poema a los dieciséis años; edición que él pagó y ella firmó con el apellido de Yourcenar, anagrama de su nombre real; con este poema, que ella más tarde desechó, comenzó una obra que vendría a ubicarse entre las más sorprendentes de la literatura universal.
En sus escritos, el mito y la historia se penetran mutuamente para darnos una imagen clara del complejo misterio que entraña el ser humano: vivir para morir y amar lo que nunca nos pertenece. Marguerite Yourcenar nos muestra la trágica y sensual verdad del hombre, dándonos una deslumbrante visión de su grandeza y su miseria, de su belleza y su abyección, sumido en obsesivas interrogantes, acicateado por el contradictorio fuego de la pasión, efímero y eterno como el río griego.
Ya anciana fue invitada a ocupar un asiento en la Academia Francesa —a la que llamaba "club de caballeros"— donde pronunció una alabanza a las piedras y a la búsqueda desinteresada de la verdad, y destacó el valor de la humildad en la persona de Roger Caillois, a quien homenajeaba, precisando: "el secreto en poesía sólo vale cuando permanece oculto por razones profundas, casi involuntarias, no como un procedimiento artificioso para sorprender al lector".
La excelencia de su obra y su vasta erudición son un legado único para la humanidad contemporánea, agobiada por el tedio y la trivialidad, tan ignorante de sí misma como cuando éramos hordas vagando en la desolación. En diciembre de 1987, a los ochenta y cuatro años de edad, murió esta enorme aunque menudita mujer poeta. Durante la última mitad de su vida, dueña de un duro y resplandeciente conocimiento, habitó una casa de sugestivo nombre (Petite Plaisance) en una isla del estado de Maine, al norte de los Estados Unidos, llamada Mounts Deserts. Allí la imagino: iluminada por la aurora boreal, retirada de las modas literarias y la fama, saboreando la pequeña delicia de su soledad en medio de los bosques y las aguas, recordando entre montes sin nadie las frías costas atlánticas de su infancia y las oscuras, azules llamaradas del Mediterráneo que en vida tantas veces recorrió.