Las flexibles antorchas de tus manos acarician en vano mi soledad; el fruto banal que mordemos cuelga tristemente cercado por la costumbre. Yo disfrazo mal mi torpeza con el frío carmín del abandono; el desdén rige mis dones y tu placer es para mí un ensayo. Mi corazón distraído, sueña y se adormece mientras la fuerza del deseo y tu juventud, te impiden percibir que abrazas una ausencia. En el borde del cielo, oh alcoba de oro, mis ojos pensativos cuentan los astros mientras tú, niña ávida, cuentas tus piastras.
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