La orden era traer a tierra el andrajo color azul cielo, el harapo que se dobla en el viento formando y deformando un dios. Con los estertores de alegría de un mártir entregado a sus verdugos, escuché gemir y rechinar la seda viva como si fuera de hierro. Lo que me quedaba de patria flotaba en sus pliegues ofendidos y yo imploraba como un viudo frente al lecho vacío. Sostuve en mis manos la vívida tela y derramé sobre mí su raudal de gloria cubriéndome de la cabeza a los pies, y después salté... dije adiós al sol. Me envolví en ese paño como un alma se arropa en su pasado, y me vi en el aire como una enorme mujer que cae, como un pájaro herido. Mis brazos estirados y abiertos fueron el asta del agitado andrajo. Mi caída se transfiguró en vuelo, en mi piel fue soldada un ala. Mi cuerpo chocó contra el suelo cuando la transitoria curva de mi muerte había trazado en el cielo el claro perfil de la victoria.
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