Cerca de montes luminosos cuyas formas soberanas recuerdan las cumbres de su país con nostalgia, al abrigo del viento y las sirenas, los marineros griegos construyen una ciudad y un puerto. La savia pegajosa de los pinos carena sus naves. El delfín salta sobre el altar esculpido en honor de Dionisos; bronceados jinetes dejan a un lado las riendas y se bañan en el mar todas las mañanas del verano. Guirnaldas de flores ornan el umbral de sus mujeres; la viña de flexibles guías y el olivo de fruta arrugada se enriquecen con las sales del suelo extraño. Borracho, el comerciante ronca en el fondo de la choza y el joven alfarero, con trazo ligero, sobre los flancos rojos de una copa delínea el perfil de su amante.
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